La noche tenía
un Cielo brillante, las estrellas habían salido
en alegres grupos para iluminarlo y advertir y
precisar ante los habitantes de la tierra que era
la víspera de la Navidad, por lo que nadie podía
tener amarguras, ni peleas, ni guerras. Se
acercaba el Nacimiento de Jesús, la mejor
noticia que el Mundo iba a recibir por los siglos
de los siglos.
Era, en cierta forma, el mensaje de paz que la
Madre Naturaleza lanzaba, en una estación
invernal, a un mundo convulsionado por las
guerras, por los espíritus belicosos, por los
hombres que habían olvidado que muy jóvenes,
desde su nacimiento, habían creado un núcleo
denominado Familia, que con el paso de los años
se estaba desintegrando, con lo cual los grandes
valores morales y éticos, dolorosamente, se
escabullían.
También ese Cielo tan preciosamente iluminado
quería despertar la conciencia de tántos y tántos
jóvenes -hombres y mujeres- sumidos en la más
tremenda oscuridad porque una vez, pese a las
numerosas advertencias, ingresaron en el mundo de
las drogas. Y a muchísimos les costaba salir
luego de ellas. Y, generalmente, pasaban a
convertirse en delincuentes porque su adicción
les obligaba a matar o a robar.
El Cielo quería con esa luminosidad indicar el
camino para quienes son causantes de las grandes
epidemias que, como el Sida, van extendiéndose
por el mundo, y señalarles que, con mínimas
precauciones, podían evitar su propagación y no
seguir siendo la causa de miles y miles de
muertes.
Quería también el Cielo, rodeado de estrellas
que se mantenían firmes y no eran fugaces, dar
una luz de esperanza para millones de personas víctimas
del racismo y la xenofobia, por el color de su
piel, por su procedencia, por su condición ecónomica
débil, para que tuvieran un hálito de paz y
pensaran que un día no muy lejano serían bien
recibidos y desaparecerían todas las
persecuciones, los malos y despectivos tratos,
las mofas y podrían trabajar y establecerse en
países que no eran los suyos para ayudar a crear
riquezas y poder subsistir decorosamente.
La víspera del Nacimiento del Niño Dios, un
Cielo tan resplandeciente, pretendía indicar que
todas las religiones eran igualmente respetables
y que en nombre de ninguna de ellas se podía
incitar al crimen, al terrorismo, a la violencia
porque, precisamente Dios, creó al mundo para
que la gente se entendiese mediante la palabra.
Desde miles de kilómetros de distancia, el Cielo
ofrecía a la vista un hermoso panorama, como
queriendo decir que iban a desaparecer las
desigualdades sociales; que los hombres y mujeres
de buena voluntad contarían con los recursos
indispensables para su supervivencia y que la
pobreza y la miseria pasarían a ser elementos de
un lejano pasado. Así se conseguiría que la
felicidad fuera la norma general , que ya nadie
pasaría hambre, que todos contarían con una
vivienda digna, con eficientes sistemas de salud
y de educación, sin prejuicios sociales ni
discriminaciones.
En fin, ese conglomerado de estrellas no se había
asomado al Cielo para darle un simple colorido.
No. En cada uno de sus reflejos luminosos traía
un mensaje específico para que se acabaran las
guerras; para que la familia volviera a ser ese
gran núcleo compacto donde predominase el diálogo,
como símbolo de unidad; para que desapareciesen
las pandemias, causantes de tántas muertes; para
que no hubiese nunca más las drogas malignas y
se eliminaran para siempre las redes de
narcotraficantes; para que el blanco, el negro,
el amarillo y todas las razas convivieran pacíficamente
ayudándose unas a otras; para que todas las
religiones se uniesen en un sólo objetivo de ser
auténticas guías espirituales y, en su nombre,
no volviesen a aparecer vientos bélicos; para
que en todo el mundo las divergencias, las
diferencias entre los seres humanos encontraran