Silba el viento entre las ramas del viejo sauce.
Se diría que se oye una canción; el viento la canta, el árbol
la recita. Si no la comprendes, pregunta a la vieja Juana, la del
asilo; ella sabe de esto, pues nació en esta parroquia.
Hace muchos años, cuando aún pasaba por aquí el camino real,
el árbol era ya alto y corpulento. Estaba donde está todavía,
frente a la blanca casa del sastre, con sus paredes entramadas,
cerca del estanque; que entonces era lo bastante grande para
abrevar el ganado y para que, en verano, se zambulleran y
chapotearan desnudos los niños de la aldea.
Junto al árbol habían erigido una piedra miliar; hoy está decaída
e invadida por las zarzamoras.
La nueva carretera fue desviada hacia el otro lado de la rica
finca; el viejo camino real quedó abandonado, y el estanque se
convirtió en una charca, invadida por lentejas de agua. Cuando
saltaba una rana, el verde se separaba y aparecía el agua negra;
en torno crecían, y siguen creciendo, espadañas, juncos e iris
amarillos.
La casa del sastre envejeció y se inclinó, y el tejado se
convirtió en un bancal de musgo y siempreviva; se derrumbó el
palomar, y el estornino estableció en él su nido; las
golondrinas construyeron los suyos alineados bajo el tejado y en
el alero, como si aquélla fuese una casa afortunada.
Antaño lo había sido; ahora estaba solitaria y silenciosa. Solo
y apático vivía en ella el «pobre Rasmus», como lo llamaban.
Había nacido allí, allí había jugado de niño, saltando por
campos y setos, chapoteando en el estanque y trepando a la copa
del viejo sauce.
Este extendía sus grandes ramas, como las extiende todavía;
pero la tempestad había curvado ya el tronco, y el tiempo había
abierto una grieta en él, que el viento y la intemperie habían
cuidado de llenar de tierra. De aquella tierra habían nacido
hierba y verdor; incluso había brotado un pequeño serbal.
Cuando, en primavera, llegaban las golondrinas, volaban en torno
al árbol y al tejado, pegaban su barro y construían sus nidos,
mientras el pobre Rasmus tenía el suyo completamente abandonado,
sin cuidar de repararlo, ni siquiera sustentarlo.
-¡Qué más da! -exclamaba, lo mismo que decía ya su padre.
Él se quedaba en su casa, mientras las golondrinas se marchaban
y volvían, los fieles animalitos. También se marchaba y volvía
el estornino, con su canción aflautada. En otro tiempo, Rasmus
competía con él en cantar, pero ahora ya no cantaba ni tocaba
la flauta.
Silbaba el viento entre el viejo sauce, y sigue silbando; parece
como si se oyera una canción; el viento la canta, el árbol la
recita. Si no la comprendes, ve a preguntar a la vieja Juana, la
del asilo; ella sabe de estas cosas de otros tiempos: es como una
crónica con estampas y viejos recuerdos.
Cuando la casa era nueva y estaba en buen estado, se trasladaron
a ella Ivar Ulze, el sastre del pueblo, y su mujer Maren, un
matrimonio honrado y laborioso. Por aquellas fechas, la vieja
Juana era una niña, hija del zuequero, uno de los más pobres de
la parroquia. Más de una vez había recibido pan y mantequilla
de Maren, a quien no faltaba comida. Estaba en buenas relaciones
con la propietaria de la finca, la veían siempre alegre y risueña,
no se intimidaba, y si sabía usar la boca, no menos sabía
servirse de las manos: la aguja corría tan ligera como la lengua,
sin que por eso se olvidase del cuidado de su casa y de sus hijos,
casi una docena, pues eran once; el duodécimo no llegó.
-Los pobres tienen siempre el nido lleno de crías -gruñía el
propietario de la casa-. Si se pudiesen ahogar como se hace con
los gatos, dejando sólo uno o dos de los más robustos, todos
saldrían ganando.
-¡Dios misericordioso! -exclamaba la mujer del sastre-. Los
hijos son una bendición divina, son la alegría de la casa. Cada
niño, es un padrenuestro más. Si se hace difícil saciar a
tantas bocas, uno se esfuerza más y encuentra consejo y apoyo en
todas partes. Nuestro Señor no nos abandona si no lo abandonamos
nosotros.
La propietaria estaba de acuerdo con Maren, la aprobaba con un
gesto de la cabeza y le acariciaba la mejilla; lo había hecho
muchas veces, e incluso la había besado, pero entonces la señora
era una niña, y Maren, su niñera. Las dos se querían, y
siguieron queriéndose.
Cada año, para las Navidades, de la finca del propietario
enviaban provisiones a casa del sastre: un barril de harina, un
cerdo, dos patos, otro barril de manteca, queso y manzanas. Todo
aquello ayudaba a llenar la despensa. Entonces, Ivar Ulze se
mostraba satisfecho, pero no tardaba en volver con su estribillo:
-¡Qué más da!
La casa estaba hecha un primor, con cortinas en las ventanas y
también flores: claveles y balsaminas. Un alfabeto de bordadora
colgaba, bien enmarcado, en la pared, y a su lado una «dedicatoria»
en verso, obra de la propia Maren Ulze, que tenía maña en
componer rimas. No estaba poco orgullosa de su apellido de «Ulze»;
era la única palabra de la lengua que rimaba con «Sülze», que
significa gelatina.
-¡No deja de ser una ventaja! -decía riendo. Estaba siempre de
buen humor, y nunca se le oía decir, como a su marido: «¡Para
qué!». Su expresión habitual era: «¡A Dios rogando y con el
mazo dando!». Ella lo hacía así, y las cosas marchaban bien.
Los hijos crecieron, dejaron el nido, se fueron a tierras lejanas
y salieron todos de buena índole. Rasmus era el menor, tan
hermoso de niño, que uno de los más renombrados pintores de la
ciudad se brindó a pintarlo, tal como había venido al mundo. El
retrato estaba ahora en el palacio real; la propietaria lo había
visto allí, y reconoció al pequeño Rasmus a pesar de ir en
cueros.
Pero llegaron malos tiempos. El sastre sufría de artritismo en
las dos manos, se le formaron gruesos nódulos, y tanto los médicos
como la curandera Stine se declararon impotentes.
-¡No hay que desanimarse! -decía Maren-. De nada sirve agachar
la cabeza. Puesto que las manos del padre no pueden ayudarnos,
procuraré yo dar más ligereza a las mías. El pequeño Rasmus
puede también tirar de la aguja.
Se sentaba ya a la mesa de coser, cantando como una flauta; era
un chiquillo muy alegre.
Pero no debía quedarse todo el día sentado allí, decía la
madre; habría sido un pecado contra el pequeño; tenía también
que jugar y saltar.
Juana, la hija del zuequero, era su mejor compañera de juego. Su
familia era aún más pobre que la de Rasmus. No era bonita, y
andaba descalza; llevaba los vestidos rotos, pues nadie cuidaba
de ella, y jamás se le ocurría hacerlo ella misma; no era sino
una niña, alegre como el pajarillo al sol de Nuestro Señor.
Rasmus y Juana solían jugar junto a la piedra miliar bajo el
corpulento sauce.
El tenía grandes ideas; quería ser un buen sastre y vivir en la
ciudad, donde había maestros que tenían diez oficiales en torno
a su mesa; lo sabía por su padre. Allí se haría él oficial y
luego maestro; Juana iría a visitarlo, y si sabía cocinar,
prepararía la comida para los dos y tendría su propia habitación.
A Juana le parecía todo aquello un tanto improbable, pero Rasmus
no dudaba de que todo sucedería al pie de la letra.
Y así se pasaban las horas bajo el viejo árbol, mientras el
viento silbaba a través de sus ramas y hojas; era como si el
viento cantara y el árbol recitara.
En otoño caían las hojas, y la lluvia goteaba de las ramas
desnudas.
-¡Ya reverdecerán! -decía la mujer.
-¡Qué más da! -replicaba el hombre-. Año Nuevo, nuevas
preocupaciones para salir del paso.
-Tenemos la despensa llena -observaba ella-. Y podemos dar
gracias a la señora. Yo estoy sana y no me faltan energías. Sería
un pecado quejamos.
Las Navidades las pasaban los propietarios en su finca, pero a la
semana después de Año Nuevo volvían a la ciudad, donde residían
durante el invierno, contentos y satisfechos, asistiendo a bailes
y fiestas, invitados incluso a palacio.
La señora había recibido de Francia dos preciosos vestidos.
Nunca la sastresa Maren había visto una tela, un corte y una
costura como aquéllos. Pidió permiso a la propietaria para ir
con su marido a ver los vestidos, pues para un sastre de pueblo
era una cosa jamás vista.
El hombre los examinó sin decir palabra, y, ya de vuelta en su
casa, no hizo más comentario que su habitual:
-¡Qué más da!
Y por una vez, sus palabras eran sensatas.
Los señores regresaron a la ciudad, donde se reanudaron los
bailes y las fiestas; pero en medio de todas aquellos diversiones
murió el anciano señor, y su esposa no pudo ya lucir sus magníficos
vestidos. Quedó muy apesadumbrada y se puso de riguroso luto de
pies a cabeza; no toleró ni una cinta blanca. Todos los criados
iban de negro, e incluso el coche de gala fue recubierto de paño
de este color.
Una noche gélida, en que brillaba la nieve y centelleaban las
estrellas, llegó de la ciudad la carroza fúnebre conduciendo el
cadáver, que debía recibir sepultura en el panteón familiar
del cementerio del pueblo.
El administrador y el alcalde esperaban a caballo, sosteniendo
antorchas encendidas, ante la puerta del camposanto. La iglesia
estaba iluminada, y el sacerdote recibió el cadáver en la
entrada del templo. Llevaron el féretro al coro, acompañado de
toda la población. Habló el párroco y se cantó un coral. La
señora se hallaba también presente en la iglesia; había hecho
el viaje en el coche de gala cubierto de crespones; en la
parroquia nunca habían presenciado un espectáculo semejante.
Durante todo el invierno se estuvo hablando en el pueblo de
aquella solemnidad fúnebre: el «entierro del señor».
-En él se vio lo importante que era -comentaba la gente del
pueblo-. Nació en elevada cuna, y fue enterrado con grandes
honores.
-¡Qué más da! -dijo el sastre-. Ahora no tiene ni vida ni
bienes. A nosotros al menos nos queda una de las dos cosas.
-¡No hables así! -le riñó Maren-. Ahora goza de vida eterna
en el cielo.
-¿Cómo lo sabes, Maren? -preguntó el sastre-. Un muerto es
buen abono. Pero ése era demasiado noble para servir de algo en
la tierra; tiene que reposar en la cripta.
-¡No digas impiedades! -protestó Maren-. Te repito que goza de
vida eterna.
-¿Quién te lo ha dicho, Maren? -repitió el sastre.
Maren echó su delantal sobre el pequeño Rasmus; no quería que
oyese aquellos desatinos. Se lo llevó llorando, a la choza, y le
dijo:
-Lo que oíste, hijo mío, no fue tu padre quien lo dijo, sino el
demonio, que estaría en la habitación e imitó su voz. Reza el
Padrenuestro. Lo rezaremos los dos.
Y juntó las manos del niño.
-Ahora vuelvo a estar contenta -dijo-. Confía en ti y en Dios
Nuestro Señor.
Pasado un año, la viuda se puso de medio luto; la alegría había
vuelto a su corazón.
Corría el rumor de que tenía un pretendiente y pensaba volver a
casarse. Maren sabía algo de ello, y el párroco un poco más aún.
El Domingo de Ramos, después del sermón, habían de leerse las
amonestaciones de la viuda y su prometido, el cual era algo así
como picapedrero o escultor, no se sabía a ciencia cierta por
aquellas fechas; Thorwaldsen y su arte no andaban todavía en
todas las bocas. El nuevo propietario no era noble, aunque sí
hombre de categoría. Nadie entendía a punto fijo en qué se
ocupaba, pero se decía que tallaba estatuas, y era muy experto
en su trabajo, además de joven y guapo.
-¡Qué más da! -dijo el sastre Ulze.
El Domingo de Ramos fueron amonestados, luego se cantó un coral
y se administró la comunión. El sastre, su mujer y el pequeño
Rasmus estaban en la iglesia; los padres comulgaron, pero el
pequeño permaneció sentado en el banco, pues aún no había
recibido la confirmación. En los últimos tiempos andaban
escasos de ropas en casa del sastre; los trajes viejos estaban
usadísimos y llenos de remiendos y piezas; pero aquel día los
tres llevaban vestidos nuevos, aunque negros, como si asistiesen
a un entierro; estaban confeccionados con las telas que habían
recubierto el coche fúnebre. Había salido una chaqueta y unos
pantalones para el marido, un vestido cerrado hasta el cuello
para Maren, y para Rasmus, un traje completo que le serviría
para la confirmación cuando llegase la hora; se lo habían hecho
holgado, adrede. En toda aquella indumentaria se invirtió la
totalidad de la tela que tapizaba el coche, tanto por dentro como
por fuera. Nadie tenía por qué saber de dónde procedía aquel
paño, y, no obstante, pronto corrió la voz; Stine la curandera
y otras comadres de su misma calaña pronosticaron que aquellos
vestidos llevarían la peste y la enfermedad a la casa.
-Sólo para bajar a la tumba hay que vestirse con ropas
funerarias.
La Juana del zuequero lloraba al oír estos comentarios; y como
resultó que desde aquel día fue empeorando la salud del sastre,
se echaba de ver a quién le tocaría pronto el turno de llorar.
Y así fue.
El primer domingo después de la Trinidad falleció el sastre
Ulze, y Maren quedó sola al cuidado de la casa. Y siguió llevándola
y manteniéndola unida, sin perder nunca la confianza en sí
misma y en Dios.
Al año siguiente, Rasmus fue confirmado. Había sonado para él
la hora de trasladarse a la ciudad como aprendiz en casa de un
sastre de renombre, que, si no tenía doce oficiales en su mesa,
siquiera tenía uno. El pequeño Rasmus valía por medio, y
estaba contento y alegre; pero Juana lloraba, pues lo quería más
de lo que ella misma creyera. La mujer del sastre se quedó en la
vieja casa, y continuó el negocio de su marido.
Sucedía esto por el tiempo en que se inauguró el nuevo camino
real. El antiguo, que pasaba por delante de la vivienda del
sastre, quedó como camino vecinal; la vegetación invadió el
estanque, que pronto quedó convertido en una charca llena de
lentejas de agua. Se volcó la piedra miliar, pues ya no servía
de nada, pero el árbol siguió viviendo, robusto y hermoso; el
viento silbaba entre sus ramas y hojas.
Se marcharon las golondrinas y se marchó también el estornino,
para regresar a la primavera siguiente, y a la cuarta vez volvió
también con ellos Rasmus. Había pasado el examen de oficial
sastre y era un mozo guapo, aunque delgaducho. Su intención era
cargarse la mochila a la espalda y marcharse a ver mundo, pero su
madre deseaba retenerlo consigo. En ningún sitio se está tan
bien como en casa. Los demás hijos se habían desperdigado todos,
él era el más joven y debía quedarse con su madre. Trabajo no
iba a faltarle, ni mucho menos; podría recorrer la comarca como
sastre ambulante, trabajando quince días en un lugar y otros
quince en otro. También esto sería viajar. Y Rasmus siguió el
consejo de su madre.
Volvió, pues, a dormir bajo el techo de su casa natal, y,
sentado al pie del viejo sauce, volvió a oír el rumor del
viento soplando entre sus ramas.
Era un mozo de buena presencia, sabía cantar como un pájaro,
cantar viejas y nuevas canciones. En las grandes fincas era
recibido con simpatía, especialmente en casa de Klaus Hansen, el
segundo entre los labradores ricos de la parroquia.
Su hija Elsa era como una bellísima flor, siempre risueña.
Algunas personas mal intencionadas aseguraban que reía sólo
para exhibir sus preciosos dientes, pero la verdad es que era
alegre por naturaleza y aficionada a travesuras; pero todo le
estaba bien.
Se prendó de Rasmus, y él de ella, pero los dos se lo guardaron.
Así fue cómo el muchacho se volvió melancólico; tenía más
del temperamento de su padre que del de su madre. Su buen humor
se despertaba solamente cuando llegaba Elsa; entonces los dos se
reían, bromeaban y hacían travesuras; pero, aunque no le
faltaron buenas oportunidades, nunca le dijo una palabra de su
pasión. «¡Qué más da! -pensaba-. Sus padres quieren casarla
bien, y yo no tengo nada. Lo más acertado sería marcharme de
aquí». Pero no podía alejarse de la finca; le parecía que un
hilo lo atase a ella; para la muchacha era como un pájaro
amaestrado, que cantaba y trinaba al gusto de ella.
Juana, la hija del zuequero, estaba empleada como sirvienta en la
propiedad, donde tenía que hacer los trabajos más humildes; iba
al prado con el carro de la leche a ordeñar las vacas junto con
otras criadas, y cuando era preciso acarreaba también estiércol.
Nunca entraba en las habitaciones principales, y apenas veía a
Rasmus y a Elsa, pero oía que eran casi prometidos.
-Rasmus será rico -decía-. Me alegro por él -. Y sus ojos se
humedecían, lo cual cuadraba muy mal con sus palabras.
Un día de mercado, Klaus Hansen se trasladó a la ciudad, acompañado
de Rasmus, que, tanto a la ida como a la vuelta, viajó al lado
de Elsa. Estaba loco de amor, pero no lo dio a entender en nada.
«¡Sería hora de que hablara! -pensaba la muchacha, y hay que
convenir en que tenía razón-. Si no se decide, tendré que
sacudírmelo».
Y pronto se habló en la casa de que el campesino más rico de la
parroquia se había declarado a Elsa. Así era, en efecto, pero
todo el mundo ignoraba la respuesta de la joven.
Los pensamientos daban vueltas en la cabeza de Rasmus.
Un atardecer, Elsa le puso un anillo de oro en el dedo y le
preguntó qué significaba aquello.
-Noviazgo -dijo él.
-¿Y con quién crees tú? -preguntó ella.
-¿Con el rico labrador? -aventuró él.
-¡Acertaste! -exclamó Elsa, y, saludándolo con un gesto de la
cabeza, se marchó.
También se marchó él, y volvió a casa de su madre fuera de sí.
Se ató la mochila y se dispuso a lanzarse al mundo, a pesar de
las lágrimas de la vieja.
Cortó un bastón del viejo sauce, cantando como si estuviese de
buen humor porque se marchaba a ver las maravillas del ancho
mundo.
-¡Qué pena para mí! -suspiró la mujer-. Pero es lo mejor y más
acertado que puedes hacer, y debo resignarme. Confía en Dios y
en ti, que yo espero volverte a ver alegre y contento.
Avanzaba por la nueva carretera cuando vio a Juana, que pasaba
guiando un carro lleno de estiércol. Ella no se había dado
cuenta de su presencia, y él prefería que no lo viese; por eso
se ocultó detrás de un vallado, y Juana pasó a poquísima
distancia.
Se marchó a correr mundo, nadie supo adónde. Su madre pensaba
que regresaría antes de fin de año.
Verá cosas nuevas, tendrá nuevos pensamientos; es como los
viejos pliegues que no pueden alisarse con la plancha. Tiene
demasiado de su padre; mejor quisiera que se pareciera a mí, ¡pobre
hijo mío! Pero volverá seguramente; ¡no es posible que
renuncie a su madre y a su casa!
La mujer estaba dispuesta a esperar largo tiempo. Elsa esperó sólo
un mes; luego se fue a encontrar secretamente a la curandera
Stine, entendida en el arte de «curar», echar las cartas y
decir la buenaventura; sí, sabía más que Friján. En
consecuencia, conocía también el paradero de Rasmus; lo leyó
en los posos del café. Se encontraba en una ciudad extranjera,
pero no pudo descifrar su nombre. Había en aquella ciudad
soldados y mujeres alegres. Estaba vacilando entre tomar el
mosquete o una de aquellas mozas.
Elsa no podía soportar esas noticias. Gustosa daría el dinero
que tenía ahorrado para redimirlo, a condición de que nadie
supiera que era cosa suya.
Y la vieja Stine prometió hacer volver al muchacho; conocía un
medio, peligroso para la persona interesada, pero infalible. Haría
cocer en una olla una mezcla que lo forzaría a marcharse del
lugar donde estuviese, fuera el que fuera, y regresar junto a la
olla y al lado de su amada. Era posible que tardara meses, pero
al fin acudiría, a menos que hubiese muerto.
Debía seguir sin paz ni reposo, día y noche, a través de mares
y de montañas, con buen o mal tiempo, y por mucha que fuese su
fatiga. Tenía que regresar a su tierra, era forzoso.
La luna estaba en su primer cuadrante, el mejor momento para el
hechizo, dijo la vieja Stine. El tiempo era borrascoso, crujía
el viejo sauce. Stine cortó una rama e hizo un nudo dentro;
aquello contribuiría a atraer a Rasmus al hogar de su madre.
Cogió musgo y siempreviva del tejado y los metió en la olla,
que había puesto ya al fuego. Elsa tenía que arrancar una hoja
del libro de cánticos y casualmente arrancó la última, la que
contenía la fe de erratas.
-Lo mismo da -dijo la bruja, echándola al puchero.
Muchas cosas hubieron de ir a parar a aquel caldo, que debía
cocer sin interrupción hasta la vuelta de Rasmus. El gallo negro
de la casa de la vieja Stine tuvo que sacrificar la roja cresta,
que fue también a la olla. También fue a ella la gruesa sortija
de oro de Elsa, y Stine le había advertido de antemano que
desaparecería para siempre. Desde luego era lista la vieja.
Asimismo fueron a parar al puchero otras muchas cosas que no sabríamos
enumerar. Y venga hervir, sobre el fuego vivo o sobre cenizas
ardientes. Sólo ella y Elsa lo sabían.
Pasó la luna nueva, y pasó el cuarto menguante; todos los días
se presentaba Elsa:
-¿Aún no lo ves venir?
-¡Sé muchas cosas! -decía Stine - y veo otras muchas. Lo que
no puedo ver es si es muy largo el camino. Ya ha traspuesto las
primeras montañas, ha cruzado el mar tempestuoso. El camino a
través de los grandes bosques es largo. El mozo tiene ampollas
en los pies y fiebre en el cuerpo, pero ha de seguir sin remedio.
-¡No, no! -dijo Elsa-. ¡Me da lástima!
-Ahora ya no puede detenerse. Si lo obligásemos a hacerlo, caería
muerto en medio de la carretera.
Había transcurrido mucho tiempo. Brillaba la luna llena, el
viento silbaba entre las ramas del viejo sauce, y en el cielo,
iluminado por la luna se dibujaba un arco iris.
-¡Ésta es la señal! -dijo Stine-. Ahora llega Rasmus.
Pero no llegó.
-¡Larga es la espera! -dijo Stine.
-Ya estoy cansada -respondió Elsa, y sus visitas a la bruja
empezaron a escasear, aparte que no le llevó más regalos.
Se serenó su espíritu, y una mañana toda la parroquia supo que
Elsa había dado el sí al rico labrador.
Vio la casa y los campos, el ganado y el ajuar. Todo estaba en
buenas condiciones; no había ningún motivo que aconsejase
retrasar la boda.
Los grandes festejos duraron tres días, y se bailó al son de
clarinetes y violines. Todos los habitantes de la parroquia
fueron invitados, y también asistió la vieja Ulze, quien,
terminada ya la fiesta, y después que los anfitriones se
hubieron despedido de sus huéspedes y las trompetas hubieron
cerrado la solemnidad, se marchó a su casa con los restos del
banquete.
Había cerrado la puerta solamente con un palo. La encontró
abierta a su regreso y en la casa estaba Rasmus. Acababa de
llegar. ¡Santo Dios! No era sino piel y huesos, estaba pálido y
demacrado.
-¡Rasmus! -exclamó su madre-. ¿Es posible que seas tú? ¡Qué
enfermo pareces! Pero me alegra el tenerte aquí de nuevo.
Y le sirvió una buena comida, con las viandas que traía de la
boda: asado y un pedazo de torta.
En el curso de los últimos tiempos, dijo el mozo, había pensado
con gran frecuencia en su madre, en la casa y en el viejo sauce.
Parecía extraño las veces que en sueños había visto el árbol
y a Juana, descalza.
No mencionó a Elsa. Estaba enfermo y tuvo que acostarse; pero
nosotros no creemos que fuera por culpa de la olla ni que ésta
hubiera ejercido influencia alguna sobre él. Sólo la vieja
Stine y Elsa lo creyeron, pero nunca hablaron de ello.
Rasmus yacía enfermo de fiebre contagiosa; por eso nadie iba a
la casa del sastre, excepto Juana, la hija del zuequero, la cual
rompió a llorar al ver lo acabado que estaba el joven.
El doctor le recetó algo de la farmacia, pero él se negó a
tomar los medicamentos.
-¡Qué más da! -dijo.
-Tómalo y te curarás -le insistió su madre-. Confía en Dios y
en ti mismo. Gustosa daría mi vida por verte otra vez con carnes
en el cuerpo, cantando y silbando como antes.
Rasmus salió de su enfermedad, pero su madre se contagió, y
Dios la llamó a su seno en vez de a él.
La casa quedó solitaria, solitaria y mísera.
-¡Está agotado - decían en la parroquia-. ¡Pobre Rasmus!
En el curso de sus viajes había llevado una vida desordenada.
Aquello, y no la negra olla, fue lo que consumió su salud y puso
la inquietud en su alma. El cabello se le aclaró y volvió gris;
no hacía nada a derechas:
-¡Qué más da! -decía. Iba más a la taberna que a la iglesia.
Un anochecer de otoño se dirigía penosamente a su casa, bajo la
lluvia y el viento, por el fangoso camino que conducía a la
taberna. Hacía ya mucho tiempo que su madre reposaba en la
sepultura. También se habían marchado las golondrinas, los
estorninos y los fieles pájaros; pero Juana, la hija del
zuequero, no se había ido. Fue a su encuentro y lo acompañó un
trecho.
-¡Haz un esfuerzo, Rasmus!
-¡Qué más da! -respondió él.
-¡No debes decir eso! -le riñó Juana-. Acuérdate de las
palabras de tu madre: «Confía en Dios y en ti». No lo haces,
Rasmus, y tendrías que hacerlo. Nunca digas: «¡Qué más da!»;
así no harás nunca nada.
No lo dejó hasta la puerta de su casa; pero él, en vez de
entrar, se dirigió al viejo sauce, sentándose en el hito
derribado.
El viento silbaba entre las ramas del árbol; era como una canción,
como un discurso. Rasmus respondió hablando en voz alta, pero
nadie lo oyó, aparte el árbol y el viento.
-¡Qué frío! Es hora de acostarme. ¡Dormir, dormir!
Y se fue, mas no a su casa, sino al estanque, donde cayó
desfallecido. Llovía a torrentes, y el viento era helado, pero
él no se daba cuenta. Cuando salió el sol, y las cornejas
reanudaron su vuelo sobre el cañaveral, Rasmus despertó, medio
muerto. Si se hubiese caído con la cabeza donde le quedaron los
pies, no se habría vuelto a levantar; la lenteja de agua habría
sido su mortaja.
Al hacerse de día, Juana volvió a casa del sastre; ella fue su
amparo, lo llevó al hospital.
-Nos conocimos de niños -le dijo-. Tu madre me dio muchas veces
de comer y de beber, y nunca se lo agradeceré bastante. Tú
recobrarás la salud, volverás a ser un hombre y a vivir.
Y Dios dispuso que siguiera viviendo, pero la salud y las
facultades se habían perdido para siempre.
Volvieron las golondrinas, reanudaron sus vuelos y se marcharon
de nuevo una y otra vez. Rasmus envejeció antes de tiempo. Vivía
solo en su casa, que iba decayendo visiblemente. Era pobre, más
aún que Juana.
-No tienes fe -le decía ella-. Si no fuese por Dios, ¡qué nos
quedaría! Tendrías que ir a tomar la comunión. Seguramente no
has vuelto desde que te confirmaron.
-¡Bah! ¡Qué más da! -replicó él.
-Si dices lo que piensas, déjalo. El Señor no quiere a su mesa
invitados forzados. Pero piensa en tu madre y en tu niñez. Eras
un muchacho bueno y piadoso. ¿Quieres que te cante una canción
de infancia?
-¡Qué más da! -replicó él.
-A mí siempre me consuela -dijo ella.
-Juana, eres una santa.
Y la miró con ojos cansados y apagados.
Juana cantó la canción, pero no leyéndola de un libro, pues no
tenía ninguno, sino de memoria.
-¡Qué palabras más hermosas! -dijo él-. Pero no he podido
seguirlas bien. ¡Tengo la cabeza tan pesada!
Rasmus era ya viejo, y Elsa no era joven tampoco. Nosotros
mencionamos su nombre, aunque Rasmus no lo hacía nunca. Era ya
abuela y tenía una nieta muy traviesa. La chiquilla jugaba con
los otros niños del pueblo, y Rasmus se acercaba al grupo,
apoyado en su bastón, y se quedaba parado mirándolos sonriente,
como si su imaginación evocara tiempos pretéritos. La nietecita
de Elsa gritaba, señalándolo:
-¡Pobre Rasmus!
Y las demás niñas seguían su ejemplo.
-¡Pobre Rasmus! -repetían, y todas se ponían a perseguir al
viejo con gran griterío.
Fue un día gris y agobiante, al que siguieron otros muchos; pero
después de los días agobiantes y grises, viene, al fin, uno de
sol.
Una magnífica mañana de Pentecostés, la iglesia apareció
adornada con verdes ramas de abedul, que impregnaban el aire con
los aromas del bosque, mientras el sol brillaba sobre los bancos.
Los grandes candelabros del altar estaban encendidos; se
administraba la comunión, y Juana figuraba entre los fieles
arrodillados, pero Rasmus no se hallaba presente. Aquella misma
mañana, Dios lo había llamado a Sí.
Dios es la gracia y la misericordia.
Han transcurrido muchos años desde aquella mañana. La casa del
sastre sigue en pie, pero nadie la habita; la noche menos pensada,
una tormenta la hundirá. El estanque está invadido de cañas y
juncos. El viento silba aún en el viejo árbol; se diría que se
oye una canción: el viento la canta, el árbol la recita; si no
la comprendes, ve a preguntárselo a la vieja Juana, la del asilo.
En el asilo vive, y canta su canción piadosa, aquella misma que
cantó a Rasmus. Ella piensa en él y reza por él a Dios Nuestro
Señor. Podría contar muchas cosas del tiempo pasado, recuerdos
que murmuran en el viejo árbol.
 
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